LOS BELENES EN MI
HISTORIA
Desde pequeño me gustaron los belenes.
Vivíamos en una casa grande, de pueblo, con
muchas habitaciones y, aunque éramos muchos en la familia (no era raro llegar a
reunirnos once para comer), había habitaciones bastantes.
Por eso, cuando se iban acercando los días
navideños, siempre me dejaban una habitación para mi, para poder instalar el
pesebre.
No tenía muchos años. Tenía que valerme de
sillas, escalerillas y otros artilugios para poder instalarlo en el estaribel
que me procuraba.
Pero nunca fue una afición pasiva la mía por
los belenes. Todo lo contrario. Fue una plataforma que me impulsaba a buscar
por distintos aspectos y circunstancias de la vida, de mi vida. Tan es así que
creo no se puede comprender mi historia sin los belenes y que a muchos aspectos
(o por lo menos a bastantes) de mi historia se les descubre raíces por tierras
de pesebres.
Mi inicio en este universo era en época en la
que andábamos vestidos de herencia de nuestros mayores: ropas arregladas de
abuelos, padres o hermanos que iban por delante. No pasé hambre pero pollo
(filetes no digamos) o postre de helado en muy pocas y contadas ocasiones al
año.
Los Reyes Magos eran expertos en
volver a poner a punto al año siguiente juguetes que, en la actualidad ya
llevarían mucho tiempo en el tacho de los desechos. Pues bien, en aquella época
yo guardaba los 50 céntimos de peseta que me daban el domingo para obtener
ahorros con los que cada año adquiría
nuevas “figuritas”. Sin embargo, por el contrario, nunca me gustaron los
soldaditos de plomo.
Pero, sobre todo, la afición
belenística alimentaba mi imaginación, la creatividad y desarrollaba mis
destrezas y habilidades. Estaba al acecho de las enfermedades que se producían
en mi entorno para averiguar a quienes les habían recetado unas maravillosas
inyecciones cuyas ampollas venían en unas cajas de corcho que, trabajadas
adecuadamente, se transformaban en brocal de pozo, con su artilugio para la
carrucha del cubo del agua, y la tapa para abrevadero de los animales, o para
desproporcionadas casitas, molinos, puentes, etc. Muchos animales, así como las
palmeras, nacían de tapones de corcho. Pintándolos y decorándolos
adecuadamente, podían convertirse en un pollo, un pavo, un perro, una oveja, o
un cochino con unas deliciosas patas de alambre. Era formidable aquella
besuguera metálica, ovalada, que mi madre me permitía utilizar y que, con “agua
de verdad” y unas gotas de tinta azul, hacían aparecer en el belén el lago de
Genesaret con sus barquitos de cáscaras de nueces surcándolo. Tenía que
aprender a hacer conexiones eléctricas: cables, enchufes, casquillos, bombillas
de colores, e ir aprendiendo lo que era un cortacircuito y cómo se tostaban y ardían las cartulinas
cuando estaban muy cerca de un foco más potente (porque estos los iba tomando
de los distintos puntos de menos necesidad de los existentes en la casa). La instalación del pesebre me hacía, cada
año, observar a algún lugar del campo de mi pueblo para luego intentar trasladarlo
al belén. De mi interés por saber de la vida de la sociedad de Jesús, creo
nació mi gusto por las películas de “romanos”
y mi afición a la historia


Y así, cada año, iba aumentando con
puentes, molino, el castillo de Herodes o de los Magos, etc.
Nunca me gustaron los papeles pintados
de paisajes orientales que se colocaban sobre la pared como decorado para
delimitar el espacio. Prefería ser yo quien, sobre papeles de envolver pintaba
cielos y montañas
Tal afición por mi parte me hizo
merecer alcanzar me fueran regaladas las figuras del “Misterio” y de los
“Reyes”. Estas eran de buena calidad. Y creo que fue una de mis primeras
experiencias donde percibí la injusticia social y estructural de nuestro mundo.
El esplendor y magnificencia de estas figuras establecía una confrontación
ofensiva con las otras figuras.
Pero hoy me siento contento. Nunca
aborrecí aquella mujer con piernas de alambre que llevaba una gallina, también
con patas de alambre, por donde la cogía, al portal ( así María, como recién
parida, podría comer sopita) o el viejo que, entre su joroba y el hato de leña
que portaba, era todo un bulto. Las figuras selectas eran minoría “extra” de la
humanidad: eran tan perfectas que daba miedo tocarlas para no romperlas. Por el
contrario los pastores y lavanderas eran tan cercanos, los sentía tan salidos
de manos humanas que, cuidando de no romperlos, los movía y los resituaba en el
belén sintiendo calidez en su contacto.
Pero no fue este un hobby de infancia.
Luego, en mi vida adulta, como cura y como maestro, siguió estando presente el
belén en mi historia. Mi aprendizaje en la infancia me fue muy valioso.
Ahora, como docente, lo utilizaba como
centro de interés para investigar con los niños costumbres, etnias, geografía,
culturas, etc.
Por último, en el plano pastoral y
personal, desde mi condición de creyente en Jesús de Nazaret, me ha dado enorme
oportunidades de profundización, de reflexión, de replanteamiento de posturas,
de posicionamiento, etc.
Y es que, en este último aspecto, he
desarrollado un belenismo con una gran dimensión simbólica, no importándome
tanto la fidelidad a “la letra de los relatos evangélicos” o a la tradición y
cultura occidental y cristiana.
Y así ha surgido mi belén de este año
2019. Es una síntesis, o pretende serlo, de mi historia (mi persona), mi fe y
los actores que la han ido conformando.
Empecemos porque en este belén, en
principio, no hay niño Jesús, o al menos no se ve.
Lo primero que se ve es una pieza de
cerámica donde aparece el Principito, en su planeta, sus volcanes, su rosa.
Está, eso parece , pensativo.
Junto a él, una mujer indígena,
peruana, de Cuzco, cargada y encorvada por los bultos que lleva. No sé si
llamarla María, pero podría ser (, sea cual sea, su nombre empieza por M): la
María sencilla de la vida sencilla, del pueblo, la que cargó con su tarea para
transportar e impulsar la vida, mirando a ese niño y “más allá “ de ese niño.
Al otro lado un anciano músico, con
bigotes, que hace que mi belén sea sonoro, se perciban acordes divinos de
humanidad y naturaleza. Y junto a él un gnomo sentado sobre una roca de
cristales de cuarzo ofreciendo una flor. Es
la utopía, la poesía, la divina fantasía con la que se alegra y se
dinamiza el espacio y el tiempo
Aquí no hay estrella. El Principito
lleva en su mano una cometa. En esa cometa dice: “Dios se humaniza, se mete en
el mundo” a través de (aparece en las
banderolas de la cuerda de la cometa): la honestidad, la defensa de lo débil,
lo pequeño, lo indefenso, de la solidaridad, de la transparencia, del
“encuentro”, la coherencia, la justicia, la mirada frontal, a los ojos. El
Principito lleva la cometa en la mano y llega hasta un cuadro que hay por encima, con un sol sobre
el mar.
Si hace aire que levante la cometa y
tense las banderolas, el Principito levantará la tapa y en el corazón del
mundo, en la vida misma, encontraremos encarnado y vivo a Jesús, presencia y
realidad de Dios.
Ah, un pequeño detalle. A los pies del
planeta, una vela y una margarita.
Las figuras son de cerámica cocidas a
una temperatura muy elevada, lo que les da una gran dureza. Se elaboraron en
Benamahoma. Las telas son de hermosas flores y en ellas y en los papeles que hacen de paja a la cuna
del niño está encerrada mi historia, la historia que he hecho con mis distintas
comunidades.
Creo que, mientras pueda, seguiré cada
año montando mis belenes y, si queréis, compartiéndolos
José
Luis Molina
Navidad 2019