A las personas, cuando
llegamos a cierta edad, como el que suscribe, creo que nos pasa (si no a todos,
a un número muy considerable) que tenemos tendencia a la evocación. El listón,
que es la vida, deja, desde el fulcro, mucho más espacio para el ayer que el que
intuimos para mañana.
No, nos engañemos, no
es para refugiarnos en que cualquier tiempo pasado fue mejor en confrontación
con el presente. Creo que no, aunque pueda haber algún caso. En mi opinión
tiene unas causas más identitarias. Añoramos, volvemos la vista atrás, para
seguir comprendiéndonos, para no perder nuestro ADN histórico. Evocar es no
dejar caiga o caigamos en el pozo del auto-olvido de uno mismo.
A medida que vamos
viviendo con mayor presencia los límites
de nuestra historia, queremos que estén presentes los inicios. Por eso, a
veces, recordamos con más detalles, muchas veces ennoblecidos por la patina del
tiempo, acontecimientos del “hubo una vez” que los acaecidos ayer.
Bueno, sea como sea, a
mi me ocurre, y si a alguien le pasa lo mismo ya somos dos, que con mis
evocaciones recorro aspectos de mi vida. No solo hechos ocurridos. Muchas veces
son los criterios desde donde me movía.
Pues, en ese orden de
cosas, ahora pienso si , tal vez, no
hubiera sido más adecuado que, en vez de José Luis, me llamase Tomás. Porque
resulta que, como al personaje de dicho nombre, a mi me pasaba que quería ver:
Ver para verificar, ver como respaldo y garantía de autenticidad. Pues solo
existe lo que se ve, escuchaba y decía yo mismo. Quería ver revivir a los
muertos, como desaparecía un cáncer por un agua milagrosa o una túnica
bendecida. Quería ver como rodaban la piedra de la entrada del sepulcro , como
Jesús aparecía y desaparecía con las puertas cerradas, a través de las paredes.
Quería oír su voz, la voz que yo ya había imaginado como suya y tocar su
túnica, la que no repartieron y echaron a suerte. En fin, más o menos centré mi
fe en el ver y bendecía y supervaloraba todas las visiones y visionarios.
Han pasado muchos años.
El tiempo siguiente al sábado ha ido transcurriendo entre dolores, angustias,
miedos, cobardías y algo que se ha ido logrando su lugar propio: la experiencia
de resurrección. Sí, ese colocar lo máximo en el ver ha ido dejando paso a sentir plenitud en el experimentar que está
vivo y entre nosotros. Cuando he conocido, en el devenir de mi historia,
personas que desde él, por él y con él cambiaron su vivir para ser
“por-los-otros”, me di cuenta de que estaba allí, que era compañero de
caminada. Cuando alguien consiguió romper ataduras de muerte y salió del
sepulcro dejando la sábana por el suelo alcanzando una humanidad de plenitud,
supe llevaba en su pecho guardado su
sudario. Cuando he sido testigo de como hay personas que la violencia no las
vencen con armas más violentas y, doblegando la propia, hacen opción por el
diálogo y la acción educativa preventiva y de trabajo por la justicia, siento
que no se quedó colgado en la cruz o vencido en el sepulcro.
Cuando frente a la
corrupción (podredumbre de muerte) de aprovechamientos oportunistas y salvajes,
hacen que desaparezca el hedor por el bálsamo de antisépticos de voluntariados,
entrega y compartir…
Cuando descubro una
humanidad que camina hacia Galilea en pos de una vida y un mundo diferente, me
siento dichoso de las experiencias que me ha ofrecido la vida y me uno al
caminar de esas gentes que van dejando sus muletas por las veredas. Es verdad
que acordándome de Bertolt Brecht, en algunos pasos caigo pero no recurro a las
muletas. Me apoyo en el brazo de quien camina a mi lado, y sigo.
Después me siento más
joven mirando hacia adelante.
Un abrazo
José Luis Molina
24 de abril del 2022