Óscar Romero, obispo
profeta y mártir, se entrañó con su pueblo. Cuando digo “pueblo”, digo la
multitud, la mayoría condenada a la miseria por el poder y el lucro de unos
pocos. Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de su pueblo
fueron sus gozos y esperanzas, sus tristezas y angustias. La cruz de su pueblo fue
su cruz. La pascua de su pueblo, la suya. Es un modelo, afable y firme, de la mística
del pueblo, de la espiritualidad de las Bienaventuranzas. Pero no siempre lo
fue. Tuvo que convertirse al Espíritu de Jesús, el Espíritu de Medellín y de
las comunidades eclesiales de base.
Era hijo del pueblo
humilde, sometido a las fuerzas armadas y/o a la oligarquía terrateniente –14
familias dueñas de casi todas las tierras y riquezas– respaldadas siempre por
el capital y las armas de los Estados Unidos del Norte. Hijo de un pueblo
hambriento de pan y libertad, que se debatía entre la desesperación resignada y
la violencia armada, igualmente desesperada, contra la violencia primera, la
violencia institucionalizada del poder y del dinero, la más asesina. Era, también
hay que decirlo, hijo sumiso de una institución eclesiástica alienada, alienante,
dedicada a sus rezos y mandamientos, aliada de los grandes, olvidada de las
Bienaventuranzas revolucionarias del profeta galileo.
Fue un
sacerdote, un párroco, un obispo bueno: austero, caritativo y piadoso. Ayudaba
a los pobres y los acompañaba cuanto podía. Pero aún ignoraba las causas del
hambre y del conflicto armado que asolaban el país. “A los pobres les
aliviaba sus problemas y a los ricos su conciencia” (José Manuel Mira). Dios
había hecho pobres a los pobres para ganar el cielo con su pobreza, y ricos a
los ricos para ganar el mismo cielo con sus limosnas. Cada uno en su sitio. Eso
era la paz.
Es lo que le
habían enseñado, y es lo que él enseñó y practicó durante años, a pesar de la
“opción preferencial por los pobres” proclamada por los obispos
latinoamericanos en Medellín en 1968, a pesar de las numerosas comunidades eclesiales
de base y de los muchos sacerdotes, de los jesuitas Rutilio Grande, Ignacio
Ellacuría, Jon Sobrino y de tantos otros religiosos en los que había prendido
el fuego de Jesús, el Espíritu y la teología de la liberación.
Los hechos y la
vida, sin embargo, le fueron enseñando otra cosa, y él se dejó enseñar. Se fue
convirtiendo a la verdad de la realidad, a los dolores y sueños del pueblo. El
12 de marzo de 1977 los escuadrones de la muerte mataron a su amigo jesuita
Rutilio Grande junto con dos laicos: Manuel, de 72 años, y Nelson Rutilio, de
16. En cuanto lo supo, Monseñor Romero, ya arzobispo de San Salvador, acudió al
templo donde descansaban los tres cuerpos acribillados. Permaneció un largo
rato contemplando, ésta es la palabra, en el cadáver de Rutilio a Dios o la
Realidad en el pueblo crucificado. Se le cayeron las vendas, se le abrieron los
ojos del todo y todo lo vio de otra forma, como Ignacio de Loyola junto al río
Cardener en Manresa: Todas las cosas le
parecieron nuevas. Como Jesús junto al lago Genesaret de Galilea: Al desembarcar, vio un gran gentío, sintió
compasión de ellos, pues eran como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles
muchas cosas (Marcos 6,34), cosas de vida o muerte. Dadles vosotros de comer, dijo Jesús a sus discípulos, que a gusto
se hubieran quedado en la barca con Jesús. Pero Jesús no se quedó.
En el cuerpo de
Rutilio veía Monseñor Romero la injusticia flagrante, del fondo de sus heridas
le llegaba el grito de los pobres. Tocaba tierra en la otra orilla. Por fin, rompiendo
su largo silencio, solo dijo: Si lo mataron por
hacer lo que hacía, me toca a mí andar por su mismo camino. Todo se revelaba.
Desembarcó.
Optó. Vio, juzgó y actuó. Denunció sin cesar los abusos del poder. Condenó la
violencia de los pobres, la guerrilla de los desesperados, pero sobre todo la
guerra de los poderosos y la causa principal de toda violencia: la injusticia,
la desigualdad, el hambre. Por
comprensible que fuera la opción armada frente a las armas del poder, ¿era la
opción más humana? Nuestra especie lleva trescientos mil años, desde su origen,
empeñada en vano en lograr la justicia y la paz a través del poder violento en
sus infinitas formas: individuos contra individuos, tribus contra tribus,
pueblos contra pueblos, imperios contra imperios. Empresas contra empresas,
iglesias contra iglesias, religiones contra religiones, el hombre contra la
mujer, todos contra todos. La ley del más fuerte. Pero ¿la fuerza violenta es
acaso la más poderosa? ¿La violencia del corazón y de las armas puede ser
camino de esperanza?
San
Romero anunció una esperanza rebelde y no violenta. Lo dijo Jesús: Bienaventurados los pobres porque dejaréis
de serlo. Bienaventurados los pacíficos, porque poseeréis la tierra. Una
esperanza pacífica y activa, fundada en la confianza en Dios o en la Bondad Creadora,
en el pueblo, en el ser humano, en sí mismo. Una confianza capaz de trasladar
montañas. Una esperanza valiente y arriesgada. La esperanza de Jesús, la
esperanza de los profetas, la esperanza más profunda del pueblo salvadoreño.
El
profeta Romero tuvo que pagar, eso sí, el precio de la esperanza profética,
como Gandhi y Luther King, como Rutilio Manuel y Nelson, como luego Ignacio
Ellacuría junto con otros cinco jesuitas, y Elba y Celina con ellos. Al igual
que Jesús, él también lo presentía, pero no lo temía, estaba dispuesto a todo. El
24 de marzo de 1980 fue asesinado por un francotirador a las órdenes de un alto
militar, mientras celebraba la eucaristía en
un hospital. Dos semanas
antes había declarado: Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño. Se
lo digo sin ninguna jactancia, con la más grande humildad. Y de antemano perdonó a su asesino. Con el último
aliento resucitó del todo.
Nosotros
todavía no. Nuestro pobre mundo y nuestra pobre Iglesia y todas las religiones
viven una gran crisis espiritual: crisis de respiro, de comunión planetaria de
todos los pueblos, de fraternidad-sororidad de todos los vivientes. Necesitamos
testigos como Óscar Romero. Testigos creyentes o laicos del Aliento Vital, del
Espíritu subversivo y consolador. San Romero de América, camina con nosotros.
José Arregi