
Ayer llovió. A eso de
las cinco de la tarde, más o menos, como las corridas de toros, llovió. Llovió
puntual, lo mismo que las corridas de toros. Y digo puntual no porque haya una
hora determinada para llover, sino porque los prolegómenos lo anunciaban, y
llovió. Por eso digo que llovió puntualmente. En este país son pocas las cosas
puntuales: los toros, el tren AVE, … y pare de contar. Aunque, a decir verdad,
algo se va mejorando. Pero eso no quiere decir que hayan desaparecido las largas
esperas. Ahora hay largas esperas, por ejemplo, en las oficinas de empleo: las filas, largas
esperas para presentar solicitudes. Pero
hay varias clases de espera. Esta de la fila es una espera física y emocional.
Después viene otra larga espera también física, también emocional , pero en
sentido inverso: va haciendo desaparecer la emoción del pensamiento y el
corazón que soñaba con un trabajo, con un empleo. Esta espera, a veces, y no
van siendo tan raros los casos, es tan larga que empalma con la eternidad. En
algunos casos, en la tumba habría que poner un epitafio:
“Fue un ser de esperanza. Esperó
en la vida, esperó poder trabajar y, de tanto esperar, se le pasó de largo la
vida, poquito a poco, sin darse cuenta. Pero también fue un hombre de fe. Por
eso sigue esperando se haga justicia, que esperan las islas”.
Porque este esperar
tiene que tener un final. No podemos quedarnos indiferentes ante el cinismo con
el que, a veces, oímos, desde la sociología , el anuncio de que no serán extrañas las personas que no consigan un
trabajo que se pueda llamar “estable” a lo largo de toda su vida.
El ser humano se
dignificaba con el trabajo.
El ser humano se
realizaba en el trabajo.
El ser humano, a través
del trabajo, se encontraba con sus semejantes no solo como compañeros de la
tarea sino como donante, en su hacer, en favor de la colectividad.
Hemos tardado en
reinterpretar el pasaje del Paraíso para superar la dimensión del trabajo como
castigo. Y, cuando lo hemos logrado,
volvemos a revelarnos contra Dios para arrancar la dimensión humanizadora del
trabajo. Y, sin rubor, instituimos el
templo de la espera vacía.
Ayer llovió. Llovió bonito. Ni mucho ni poco. Ni
mezquino ni torrencial. No como escucho en otros lugares donde, después de la
lluvia, las lágrimas entran en competencia con las aguas salvajes que arrasan,
inundan y desolan.
Llovió bonito después
de un largo verano de sequía.
La tierra comenzó a
oler. ¿Te gusta el olor a tierra mojada, el olor a tierra húmeda que se levanta
con las primeras gotas? A mí siempre me ha gustado. Huele a esperanza abierta,
a esperanza expectante, que no es lo mismo que la espera vacía.
Después llovió. Oía
tras los cristales la lluvia. Eran sonios conocidos, familiares, sonidos reales
de mi historia. Después de un rato, cuando terminó de llover, salí fuera.
Seguían oyéndose las gotas que, pausadas, caían de los árboles y repicaban en
el césped. Las hojas estaban de un verde brillante. El cielo volvió a abrirse.
El aire era tan limpio que lo único que se veía era la transparencia.
Así permanecí mucho
tiempo. Estoy jubilado. Puedo amoldar el tiempo a mis circunstancias. Pero
nunca convertir ese ver el aire después de la lluvia en una espera vacía. No,
no estoy contemplativo esperando la muerte. No quiero estar así. No me pongo en
esa fila. Tendrá que venir, no se puede huir de ella. Pero que me encuentre oyendo
caer las gotas sobre la hierba tras la lluvia y cantando a la diafanidad de
cada día. Si ha llovido no tendré que regar pero si retirar las hojas secas que
el viento y la lluvia arrancaron. Hay tarea.
José Luis Molina
6 de septiembre 2019