Francisco se desnuda para cubrir la desnudez del Papa
2013-04-12
Saben los historiadores que el
Papa del tiempo de san Francisco,
Inocencio III (1198-1216), llevó el papado a un apogeo y esplendor como
nunca lo había habido antes ni lo habrá después. Hábil político,
consiguió que todos los reyes, emperadores y señores feudales, con
algunas excepciones, fuesen sus vasallos. Bajo su regencia estaban los
dos poderes supremos: el Imperio y el Sacerdocio. Ser sucesor del
pescador Pedro era poco para él. Se declaró «representante de Cristo»,
pero no del Cristo pobre, que andaba por los polvorientos caminos de
Palestina, profeta peregrino, anunciador de una radical utopía, la del
Reino del amor incondicional al prójimo y a Dios, de la justicia
universal, de la fraternidad sin fronteras y de la compasión sin
límites. Su Cristo era el Pantocrator, el Señor del Universo, cabeza de la Iglesia y del Cosmos.
Esta visión favoreció la construcción de una Iglesia monárquica,
poderosa y rica pero absolutamente secularizada, contraria a todo lo que
es evangélico. Tal realidad sólo podía provocar una reacción contraria
entre el pueblo. Surgieron los movimientos pauperistas, de laicos ricos
que se hacían pobres. Predicaban por su cuenta el evangelio en la lengua
popular: el evangelio de la pobreza contra el fasto de las cortes, de
la sencillez radical contra la sofisticación de los palacios, la
adoración al Cristo de Belén y de la Crucifixión contra la exaltación de
Cristo Rey todo poderoso. Eran los valdenses, los pobres de Lyon, los
seguidores de Francisco, de Domingo y de los siete Siervos de María de
Florencia, nobles que se hicieron mendicantes.
A pesar de este fasto, Inocencio III fue sensible a Francisco y a los
doce compañeros que lo visitaron, desharrapados, en su palacio de Roma,
para pedirle permiso para vivir según el evangelio. Conmovido y con
remordimientos, el Papa les concedió un permiso oral. Corría el año
1209. Francisco no olvidaría este gesto generoso.
Pero la historia da sus vueltas. Lo que es verdadero e imperativo,
llegado su momento de maduración, se revela con una fuerza volcánica. Y
se reveló en 1216 en Perugia adonde fue el Papa Inocencio III a uno de
sus palacios.
Súbitamente el Papa muere después de 18 años de pontificado triunfante.
Pronto se oyen los sonidos lúgubres del canto gregoriano provenientes de
la catedral pontificia. Se entona el grave planctum super Innocentium («el llanto sobre Inocencio»).
Nada detiene a la muerte, señora de todas las vanidades, de toda la
pompa, de toda gloria y de todo triunfo. El ataúd del Papa está frente
al altar mayor cubierto oropeles, joyas, oro, plata y los signos del
doble poder sagrado y secular. Cardenales, emperadores, príncipes,
monjes y filas de fieles se suceden en la vigilia. El obispo Jacques de
Vitry, llegado de Namur y nombrado después cardenal de Frascati, es
quien lo cuenta.
Es medianoche. Todos se retiran apesadumbrados. Solamente la luz
vacilante de las velas encendidas proyecta fantasmas en las paredes. El
Papa, en otro tiempo siempre rodeado de nobles, está ahora solo con las
tinieblas. Y de pronto unos ladrones entran sigilosamente en la
catedral. En pocos minutos despojan el cadáver de todas las ropas
preciosas, del oro, la plata y las insignias papales.
Ahí yace un cuerpo desnudo, ya casi en descomposición. Se hace realidad
lo que Inocencio III dejara registrado en un famoso texto suyo sobre «la
miseria de la condición humana». Ahora ella se muestra con toda la
crudeza en su verdadera condición.
Un pobrecito, sucio y miserable, se había escondido en un rincón oscuro
de la catedral para velar, rezar y pasar la noche junto al Papa. Se
quitó la túnica rota y sucia, túnica de penitencia, y con ella cubrió
las vergüenzas del cadáver ultrajado.
Siniestro destino de la riqueza, grandioso el gesto de la pobreza. La
primera no lo salvó del saqueo, la segunda lo salvó de la vergüenza.
Y concluye el cardenal Jacques de Vitry: «Entré en la iglesia y me di
cuenta, con plena fe, de cuán breve es la gloria engañosa de este
mundo».
Aquel al que todos llamaban Poverello y Fratello nada dijo
ni nada pensó. Sólo hizo. Quedó desnudo para cubrir la desnudez del
Papa que un día le aprobara el modo de vida. Francisco de Asís, fuente
inspiradora del Papa Francisco de Roma.
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