La huelga es un derecho inalienable de los grupos maltratados.
Puede ser casi el último recurso defensivo antes de la violencia, y el único capaz de evitarla. Es un recurso que sólo funciona con solidaridad y sacrificio. Por eso es muy importante que la huelga procure hacer daño sólo a quien debe hacerlo: al explotador y no al pobre vecino que casualmente “pasaba por ahí”. Si la huelga hace más daño al usuario que al empresario, acabará generando antipatías hacia los maltratados. Cosa que resulta fatal en la lucha por una sociedad más justa.
Puede ser casi el último recurso defensivo antes de la violencia, y el único capaz de evitarla. Es un recurso que sólo funciona con solidaridad y sacrificio. Por eso es muy importante que la huelga procure hacer daño sólo a quien debe hacerlo: al explotador y no al pobre vecino que casualmente “pasaba por ahí”. Si la huelga hace más daño al usuario que al empresario, acabará generando antipatías hacia los maltratados. Cosa que resulta fatal en la lucha por una sociedad más justa.
Pero esta última condición se ha vuelto muy difícil en sociedades modernas que viven más de los servicios que de la productividad industrial, y donde la producción está en manos de mafias multinacionales que residen muy lejos o que han podido imponer condiciones antisociales para invertir en un país. En estas condiciones, la huelga sólo podrá ser auténtica y eficaz si cuenta con el apoyo solidario de aquellos que no son directamente afectados por ella, pero son conscientes de que toda injusticia triunfante acaba deteriorando la sociedad en que vivimos. De este modo recuperaríamos la condición de ciudadanos que el sistema nos va quitando, reduciéndonos a meros consumidores. Por eso creo que hoy nos vemos todos llamados a unas huelgas solidarias de consumo que, además, pueden ser el único modo de evitar nuestra complicidad con un sistema inhumano. Un sistema que, en ese momento, hace daño a otros, pero cualquier día podrá hacérnoslo a nosotros.
Los ejemplos son fáciles: hace algunos años, el conocimiento de las condiciones laborales de los pobres niños que fabrican nuestro calzado deportivo, provocó un descenso mundial de ventas que obligo a Nyke a cambiar esas condiciones. El problema es que eso puede ser sólo una retirada momentánea para luego volver a las prácticas antiguas, cuando llegue la noche del olvido.
Durante este año hemos asistido en España a una huelga de trabajadores de Coca-Cola por unos ERES que al final fueron declarados ilegales; pese a la escasa información que dieron de ella los medios, hubo un descenso del consumo de Coca-Cola en nuestro país que, de haber sido más total, habría obligado a la empresa a rectificar antes. Las condiciones laborales de muchas empresas hispanas en Asia, (desde Zara al Corte Inglés) constituyen para toda la ciudadanía un imperativo de boicotear sus productos aunque nos exija un pequeño sacrifico adicional. Para no hablar de la absurda huelga al cava catalán en el resto de España, que no se debía a ningún imperativo de justicia sino a estúpidos orgullos nacionales supuestamente heridos; la cito no por su ejemplaridad sino porque su eficacia ilustra lo que pretendo decir.
Aún cabría añadir otras huelgas de consumo como respuesta a la falta de ética en la publicidad. Por ejemplo: boicot cuando la publicidad apele a nuestros más bajos instintos o, al revés, evoque los más altos valores para inducirnos a consumos vulgares (no quiero dejar de aludir al comentario irónico aparecido en El Periódico el pasado 3 de abril, a propósito de una propaganda sobre “Barcelona World”: “¡creí que se trataba de la Fundación Vicente Ferrer!”…). Boicot cuando nos engañen en los precios o nos digan sólo “precios increíbles”, pero sin concretar nada más, como si se tratara de la confesión de Jordi Pujol. Boicot cuando una publicidad se disfrace taimadamente de noticia o de diálogo con el informador… En esos casos y otros similares, la reacción ciudadana debería ser anotar aquel producto para dejar de comprarlo.
Es ya viejo el refrán: “donde no hay publicidad resplandece la verdad”, que no deberíamos olvidar sino más bien completar con este otro: “donde hay publicidad, decrece la calidad”. Incluso debemos soñar con que, igual que hemos conseguido que los productos que nos venden lleven una lista de sus ingredientes, consigamos un día que informen verazmente sobre el salario y las condiciones laborales de los trabajadores que los producen. Aquí sí que valdría aquello de “yes we can” si en ese “we” nos decidimos a entrar todos o casi todos nosotros.
Esas huelgas solidarias de consumo pueden llegar a tener un rendimiento muy superior al pequeño sacrificio que nos exijan. El lema de la semana contra el hambre en el pasado octubre (“una sola familia humana: alimentos para todos”) no será posible sin esas huelgas: porque semejante lema no cabe en la lógica de nuestro sistema (ni siquiera en esa formulación mínima que, al hablar de alimentos, prescinde de las diferencias cualitativas entre ellos, sin importarle que unos coman el pan solo y otros lo coman con jamón ibérico o con queso francés o embutido catalán)…
Pero esas huelgas no surgirán espontáneamente: requerirán tiempo, información y hasta algún trabajo desinteresado de coordinación. Han ido cuajando a otros niveles (como la recogida de firmas por internet). Y si cuajasen aquí ayudarían a convencernos del enorme poder que tenemos si vamos todos juntos: aquí sí que valdría aquello de “el pueblo unido jamás será vencido”.
Y además nos harían sentirnos mejor: porque hoy que tanto se habla de la felicidad, habría que añadir que el camino hacia ella no es el del consumo innecesario, que sólo aporta un bienestar animal momentáneo, sino el camino de sentirnos de veras personas.
José Ignacio Gonzalez Faus
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