A la caída de la tarde se ha levantado un breve viento
que es remanso para el calor del día.
Está dorado el Albarracín
y la luna empieza a asomarse por encima.
Habla el olivo, hablan sus hojas, habla la tarde
y hablo yo aprovechando que estoy dispuesto a
escucharme.
¿De qué quiero quejarme? ¿De qué quejarme
queriendo, en verdad, hacerlo?. Pude evaporarme. La vida sí que pudo dejarme en
el desierto de la memoria que se hace sombra tras la sombra que la besó y en
sus ojos cerrados se fundió el cielo. Pude evaporarme pero el cerrado oscuro no
destruyó el sendero de mi aroma ni desapareció el camino donde mis huellas
rompieron la monotonía del polvo acumulado.
Apenas si me
quejo cuando, a veces, busco escucharme yo mismo para que brote la propia
compasión que nadie me discute porque con nadie cotejo. Pero mi lamento apenas
pasa de esbozo. Si cuando intento, decidido, que mi queja me salve de no sé que
naufragio mar adentro, y me escucho, me suena a canto de sirenas. Entonces la
cabriola que parece engullirme se convierte en tritón donde cabalgo.
Dejaré para
otro rato mi deseo de quejarme. Y si me siento con ganas de que mi queja quiera
hacerse notar, lo apagaré queriendo quejarme en otro rato. No quiero que la queja
se establezca en mis labios. Pero tampoco quiero confundir este deseo con el
silencio del grito reprimido frente a los dedos magullados y el corazón que
sangra.
José Luis
Molina
20 agosto
2018
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