En la amanecida primavera de abril
descubro el beso en la gota de rocío que se hace transparencia roja en el
pétalo de la rosa que recorre.
El pulso me tiembla al estrechar tu mano sintiendo que tu
epidermis se enfrenta con la mía; un beso recorre, entonces,. todo mi epitelio.
Un beso, solo un beso, todo un beso,
se afinca en mí, me domina y mi alma tremula cuando me atenazan tus ojos en un
halo envolvente del que ni salgo ni quiero salir y, si pienso que debería
salir, llena el aire de pretextos, de palabras trenzadas en atardeceres
pastoriles.
Sentir un beso, sentirse inundado por
un beso, ahogarse en un beso, es sentir la dorada pupila del sol alcanzando mi
boca.
Un beso es nada. Un beso es casi nada. Un beso es, nada más y nada menos que
penetrar y alcanzar las profundidades de tu esencia palpitante, remontarme
hasta las cumbres inhiestas de tus senos, precipitarme por el sonoro torbellino
de tu sonrisa.
Lo anterior me enajena y hace del beso
plataforma donde aterrizar sueños y despegar intentos de vuelos compartidos.
Un beso es mucho. Es bramido de
ansia, de necesidad, nunca de miedo. Los besos son los vítores triunfantes de
la lucha y el estruendo del mar jamás dominado. Sentir el beso es descubrir que
tus labios no son de terciopelo sino de carne palpitante que culebrea mi
cuello, se engarza en mis labios y se
pierde más allá de mis ojos, más acá, mucho más acá del rumor de tu pulso del
vibrar de tu pecho.
El beso, un beso, es descubrir que la
nada y el cielo, juntándose, se hicieron, en un todo, más que miel y
terciopelo, necesidad y hondura, plenitud y rastreo.
Un beso, el beso, es la plenitud y el
sueño de noche desvelada que no acierta a convertirse en noche de reposo. Es
andariega noche donde sueño despierto mientras dormir anhelo.
José Luis Molina
5 de julio 2018
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