A Leonardo Boff: Ha sido una de las personas
que más han contribuido para que descubra la sacramentalidad
de la vida y aprenda a vivirla y mirarla desde ahí.
EL SACRAMENTO DE LA ALBERCA
Junto a mi casa, en el campo, había una alberca. Una alberca hecha para
regar. Un burro, con los ojos tapados, había dado vueltas y vueltas en la noria
y, cangilón a cangilón, la había ido llenando. Ya estaba rebosando.
Cuando la alberca estaba limpia nos
dejaban bañarnos en ella. La alberca, que había sido construida para regar,
servía para otra cosa: Para refrescarnos frente al implacable sol extremeño.
Pero no siempre estaba limpia. Si el
agua llevaba mucho tiempo en la alberca criaba verdín. Entonces no podíamos
bañarnos. La alberca seguía sirviendo para regar pero no para divertirnos con
el baño.
Sin embargo seguía divirtiéndonos.
Era formidable presentarnos como voluntarios para limpiar la alberca. No era
necesario que nos mandaran. Raspar el verdín en las paredes y en el fondo con
escobas de púas y con el trasero cuando, intencionadamente o sin intención,
terminábamos con él deslizándonos por aquella improvisada pista.
Un día alguien me regaló unos
pececitos de colores. Me pasaba tiempo y tiempo, sentado en el borde de la
alberca, viéndolos surcar el agua en todas direcciones. El movimiento de sus
aletas llegaba hasta mi como una serie de interrogantes: ¿Subir?, ¿bajar?,
¿girar a la izquierda?, ¿hendir el agua hacia el fondo para jugar con el cieno
o romper la superficie asomando su hocico redondo? ¡Cuántas posibilidades en la hermosa
realidad de discurrir por el agua!. Y, así, muchos días. Hasta que en uno, aún
lo recuerdo con espanto, me acerqué a la alberca y no aparecieron los
pececitos. Por mucho que miré durante largo rato, no conseguí descubrirlos. Pregunté, indagué, y nadie
sabía darme respuesta de lo sucedido, de su paradero.
Solo el hortelano que cuidaba aquella
huerta mía me insinuó que, tal vez, mientras
regaba y la compuerta de salida estaba abierta, pudiera haber ocurrido se
hubieran salido. Debería buscarlos por entre los caballones, me dijo.
Me fui a la huerta y ante mi apareció
un mundo maravilloso, lleno de colorido. Toda la huerta estaba pintada con los
colores de mis peces: pimientos rojos y verdes, rojas y amarillas manzanas,
ciruelas moradas, verdes y amarillos melones.
Mis peces crecieron en la alberca
pero llegó el día en que salieron de ella,
se metieron por las raíces y afloraron en toda aquella paleta.
Algún pájaro cantó entre los chopos a
cuya sombra descansaba apoyado en uno de sus troncos. Su canto me despertó. En
el otoño de mi vida y en el sueño de mitad dela mañana, mientras yo había ido
aflorando imágenes de mi albarca, por mis venas habían recorrido,
conjuntamente, otras historias, sueños hechos colores, colores concretos con
los que llenar el bodegón que colgaba frente a mí en la pared añil que tenía
delante.
Me hacía pensar mi alberca: cómo
desde algo tan simple y cotidiano como dar vueltas a la noria, la alberca
repartía agua más allá de sus paredes y
cantaba de fiesta con nuestros ensayos de juegos, respuesta y compañía.
Me quedé un rato más recostado en el
chopo. Un pájaro seguía cantando. Luego me levanté y comencé a regresar, sin
prisa. Esta noche quería sentarme en el patio de mi casa y, junto al olivo, contemplar
la luna y jugar con las estrellas.
José Luis
Molina
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