He leído las lecturas de hoy. He ido
de una a otra dudando por dónde empezar. Definitivamente lo haré por la
segunda, la carta de Santiago y es posible que me quede en ella.
Nada más empezar aparece claramente
la condena del favoritismo. Es tajante la prohibición de enraizar la fe con el favoritismo
con la acepción de personas, con la jerarquización y la categorización de las
mismas por su dinero, su poder, su inteligencia, su preparación, sus título,
etc. Y no hay que esforzarse mucho para descubrir lo estrechamente relacionado
que está este favoritismo con el ansia de conseguir poder, prosperar,
sobresalir, elevarse sobre los demás.
Si sigo leyendo tropiezo con un
calificativo igualmente tajante: inconsecuente, incoherente. Y una afirmación
igualmente rotunda: Dios escogió a los pobres y a los sencillos para que se
llenaran de la plenitud del Reino.
Llego aquí y me encuentro perdido.
Evidentemente hay que comenzar con la presunción de inocencia, pero cuando
todos los indicios marcan lo contrario,
habría que demostrar la inocencia.
La realidad, frente a este texto de
Santiago, apunta apabulladoramente que no
creemos en esta palabra, no la aceptamos, nos vamos por la parte contraria. Y
esto no de ahora, sino desde siglos y siglos. Sí, es verdad que la poesía ha
cantado la contingencia del poder y las riquezas que los ríos llevan hasta el mar, y pintores que, como Valdés
Leal, nos muestran como las glorias del
mundo se convierten en podredumbre. Lo admiramos, pero seguimos buscándolo y
favoreciendo a quien lo posee con la esperanza de que nos llegue algo. Ahí
tenemos, para ensalzar la soberbia humana, la capilla del Condestable de la
Catedral de Burgos o el Moisés de Miguel Ángel del mausoleo del papa Julio II.
Y hasta ayer estaban corriendo ríos de tinta, con respaldo de hábitos
religiosos, frente a los restos del “muy católico y cristiano “ Franco y del
mausoleo que él se levantó mientras parece cuesta trabajo ofrecer un pañuelo
para enjugar las lágrimas de quienes tienen regadas las cunetas de nuestro país
para que broten margaritas.
Y todo esto dándose en la gran
liturgia de un pueblo que, desde pequeño, aprendió a acostarse y levantarse con
Dios. ¿Con qué Dios?
Pero me estoy yendo por la política
mientras la carta de Santiago se dirige a la comunidad cristiana y habla de la
comunidad cristianan. No debemos olvidar ese detalle.
Pues bien, pensando en ella, se me
viene a la memoria la celebración del 31 de julio en la catedral de Jerez. Allí
no se habría podido proclamar la lectura de la carta de Santiago. Hubieran
estallado las cristaleras. Claro, que tampoco se hubiera atrevido nadie a entrar
con andrajos para ser conducido a los rincones de las naves laterales.
Otra equivocación: los “invitados”
llevábamos trajes de fiesta, pero, ¿eran trajes de la fiesta del Reino?
Todo esto me ha removido esta
lectura. Y mucho más, me parece, ha de seguir removiendo en mi interés para
aclarar mi propio posicionamiento. Porque la diana a la que apunta la carta de
Santiago también se instala en niveles más básicos en los que los trajes de
fiesta y anillos pueden revestirse de
protagonismo, manipulación, culto al ego, y los andrajos los pueden vestir los
más sencillos, más dúctiles y sumisos y con menos capacidad de discernimiento y
por ello más manipulable.
En definitiva, la carta de Santiago
descalifica para los creyentes en Jesucristo y entre los creyentes en
Jesucristo, la ley de la selva, la ley del más fuerte y donde la soga se rompe
por la parte más débil. Si así es el mundo, nuestros fundamentos son otros y
nos toca nadar contracorriente y, al mismo tiempo, dolernos cuando descubrimos
que también esos criterios de “favoritismo” se han instalado entre nosotros:
Pero de ninguna manera el conformismo, la inanición, el disimulo o alambicados
discursos justificatorios que, además, nunca convencen.
Ánimo. Un abrazo
José Luis Molina
4 de septiembre del 2021
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