Carta escrita por el P. José AntonioPagola,
sacerdote y teólogo.
“Casi sin
darnos cuenta, estás introduciendo en el mundo la Buena Noticia de Jesús. Estás
creando en la Iglesia un clima nuevo, más evangélico y más humano. Nos estás
aportando el Espíritu de Cristo…”.
Desde que
fuiste elegido para ser la humilde “Roca” sobre la que Jesús quiere seguir
construyendo hoy su Iglesia, he seguido con atención tus palabras. Ahora, acabo de llegar
de Roma, donde te he podido ver abrazando a los niños, bendiciendo a enfermos y
desvalidos y saludando a la muchedumbre.
Dicen que
eres cercano, sencillo, humilde, simpático… y no sé cuántas cosas más. Pienso
que hay en ti algo más, mucho más. Pude ver la Plaza de San Pedro y la Via
della Conciliazione llena de gentes entusiasmadas. No creo que esa muchedumbre
se sienta atraída solo por tu sencillez y simpatía. En pocos meses te has
convertido en una “buena noticia” para la Iglesia e, incluso, más allá
de la Iglesia. ¿Por qué?
Casi sin darnos cuenta, estás introduciendo en el mundo la Buena
Noticia de Jesús. Estás creando en la Iglesia un clima nuevo, más evangélico y
más humano. Nos estás aportando el Espíritu de Cristo. Personas
alejadas de la fe cristiana me dicen que les ayudas a confiar más en la vida y
en la bondad del ser humano. Algunos que viven sin caminos hacia Dios me
confiesan que se ha despertado en su interior una pequeña luz que les invita a
revisar su actitud ante el Misterio último de la existencia.
Yo sé que en
la Iglesia necesitamos reformas muy profundas para corregir desviaciones
alimentadas durante muchos siglos, pero estos últimos años ha ido creciendo en
mí una convicción. Para que esas reformas se puedan llevar a cabo, necesitamos
previamente una conversión a un nivel más profundo y radical. Necesitamos, sencillamente, volver a Jesús, enraizar nuestro
cristianismo con más verdad y más fidelidad en su persona, su mensaje y su
proyecto del Reino de Dios. Por eso, quiero expresarte qué es lo que más me atrae de tu
servicio como Obispo de Roma en estos inicios de tu tarea.
Yo te
agradezco que abraces a los niños y los estreches contra
tu pecho. Nos estás ayudando a recuperar aquel gesto profético de Jesús, tan
olvidado en la Iglesia, pero tan importante para entender lo que esperaba de
sus seguidores. Según el relato evangélico, Jesús llamó a los Doce, puso a un
niño en medio de ellos, lo estrechó entre sus brazos y les dijo: “El que acoge
a un niño como este en mi nombre, me está acogiendo a mí”.
Se nos había
olvidado que en el centro de la Iglesia, atrayendo la atención de todos, han de
estar siempre los pequeños, los más frágiles y vulnerables. Es
importante que estés entre nosotros como “Roca” sobre la que Jesús construye su
Iglesia, pero es tan importante o más que estés en medio de nosotros abrazando
a los pequeños y bendiciendo a los enfermos y desvalidos, para recordarnos cómo
acoger a Jesús. Este gesto profético me parece decisivo en estos momentos en
que el mundo corre el riesgo de deshumanizarse desentendiéndose de los últimos.
Yo te
agradezco que nos llames de forma tan reiterada a salir de la Iglesia para entrar
en la vida donde la gente sufre y goza, lucha y trabaja: ese mundo donde Dios
quiere construir una convivencia más humana, justa y solidaria. Creo que la
herejía más grave y sutil que ha penetrado en el cristianismo es haber hecho de
la Iglesia el centro de todo, desplazando del horizonte el proyecto del Reino
de Dios.
Juan Pablo
II nos recordó que la Iglesia no es el fin de sí misma, sino solamente “germen,
signo e instrumento del Reino de Dios”, pero sus palabras se perdieron entre
otros muchos discursos. Ahora se despierta en mí una alegría grande cuando nos llamas a
salir de la “auto referencialidad” para caminar hacia las
“periferias existenciales”, donde nos encontramos con los pobres, las víctimas, los
enfermos, los desgraciados…
Disfruto
subrayando tus palabras: “Hemos de construir puentes, no muros para
defender la fe”; necesitamos “una Iglesia de puertas abiertas, no de
controladores de la fe”; “la Iglesia no crece con el proselitismo, sino por la
atracción, el testimonio y la predicación”. Me parece escuchar la voz de Jesús
que, desde el Vaticano, nos urge: “Id y anunciar que el Reino de Dios está
cerca”, “id y curad a los enfermos”, “lo que habéis recibido gratis, dadlo
gratis”.
Te agradezco
también tus llamadas constantes a convertirnos al Evangelio. Qué bien conoces a la
Iglesia. Me sorprende tu libertad para poner nombre a nuestros pecados. No lo
haces con lenguaje de moralista, sino con fuerza evangélica: las
envidias, el afán de hacer carrera y el deseo de dinero; “la desinformación, la
difamación y la calumnia”; la arrogancia y la hipocresía clerical; la
“mundanidad espiritual” y la “burguesía del espíritu”; los “cristianos de
salón”, los “creyentes de museo”, los cristianos con “cara de funeral”. Te
preocupa mucho “una sal sin sabor”, “una sal que no sabe a nada”, y nos llamas
a ser discípulos que aprenden a vivir con el estilo de Jesús.
No nos
llamas solo a una conversión individual. Nos urges a una renovación eclesial,
estructural. No estamos
acostumbrados a escuchar ese lenguaje. Sordos a la llamada renovadora del
Vaticano II, se nos ha olvidado que Jesús invitaba a sus seguidores a “poner el
vino nuevo en odres nuevos”. Por eso, me llena de esperanza tu homilía de la fiesta de
Pentecostés: “La novedad nos da siempre un poco de miedo, porque nos
sentimos más seguros si tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que
construimos, programamos y planificamos nuestra vida, según nuestros esquemas,
seguridades y gustos… Tenemos miedo a que Dios nos lleve por caminos nuevos,
nos saque de nuestros horizontes, con frecuencia limitados, cerrados, egoístas,
para abrirnos a los suyos”.
Por eso nos
pides que nos preguntemos sinceramente: “¿Estamos abiertos a
las sorpresas de Dios o nos encerramos con miedo a la novedad del Espíritu
Santo? ¿Estamos decididos a recorrer los caminos nuevos que la novedad de Dios
nos presenta o nos atrincheramos en estructuras caducas, que han perdido la
capacidad de respuesta?”. Tu mensaje y tu espíritu están anunciando un futuro nuevo para la
Iglesia.
Quiero
acabar estas líneas expresándote humildemente un deseo. Tal vez
no podrás hacer grandes reformas, pero puedes
impulsar la renovación evangélica en toda la Iglesia. Seguramente,
puedes tomar las medidas oportunas para que los futuros obispos de las diócesis
del mundo entero tengan un perfil y un estilo pastoral capaz de promover esa
conversión a Jesús que tú tratas de alentar desde Roma.
Francisco, eres
un regalo de Dios. ¡Gracias!
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