Un día pinté un cuadro, este cuadro,
y lo titule: “Esperando la sementera”.
Otro día salí a caminar.
Había llovido.
En el camino había charcos.
En mi cuadro había un camino, largo,
recto, que llegaba hasta el infinito.
Pero en el camino de mi cuadro no
puse charcos.
Los pongo ahora, en estas líneas.
CHARCOS
Charcos.
Camino lleno de charcos.
Charcos que son impedimentos en el
camino.
Charcos que salpican cuando pasa un
vehículo, cuando alguien lo profana sin tener en cuenta a los que están
próximos.
Charcos que salpican con agua de
barro y dejan manchado de barro.
Charcos que reflejan los árboles.
Charcos que reflejan el cielo.
Charcos que adquieren hondura cuando
te sitúas delante y los miras hondo, hondo, buscándole los ojos.
Charcos donde depositar desalientos y
recoger esperanzas.
Charcos marrones, de un marrón
plateado, de un marrón que se azulea para brillar y reflejar, en marrón, la luz
del sol. Charcos que a pesar de ser marrones, son azules.
Charcos que aprisionan alambradas, charcos que liberan de alambradas ,
charcos que, en ellos, ellas quedan prisioneras.
Charcos donde, la brisa, al pasar,
marca su ritmo, donde la libélula, al posarse, dibuja ondas, donde el corazón siente que los latidos sirven para algo y llegan lejos, tan lejos como a veces creo que te encuentras, tan cerca como casi siempre siento que estás.
Charcos, pasajes de la vida,
donde la vida
existe,
donde la vida se
remansa
o donde la vida se
hunde,
de donde emerge
cuando el sol
lo seca,
cuando el sol
lo calienta,
cuando el sol
lo hace brillar,
donde la vida se
negó a diluirse en polvo y ser
dispersada por el viento.
Charcos de esperanza y de grito,
de miedo y de
sorpresa,
de ayer y de hoy,
vitales,
siempre vitales
José Luis Molina
11 de marzo 2021
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