YO, MI, ME, CONMIGO
Después de
entender que el pecado original es otra cosa y que, desde luego, no es algo que
nos hace llegar torcidos, pienso en nosotros, los seres humanos, y lo hago también de otra manera, sobre todo
en ciertos aspectos.
Me gusta, y
con frecuencia recurro a ella cuando me autoanalizo o tengo que enfrentarme con realidades
desbocadas externas a mí, con una
afirmación de Ortega y Gasset. Decía: “Yo soy yo y mis circunstancias”.
Efectivamente
en ese soy yo aparecen nuestras potencias y virtualidades, pero de ninguna
manera podemos ignorar nuestro componentes biológicos, químico, histórico
y hasta geográfico-espacial que nos
perfilará de una manera o de otra.
Lo mismo te
extrañas con esta retahíla con la que he empezado, pero, es que en las lecturas
de hoy aparece con una exuberancia que llena el escenario, el tema de la
envidia.
¡La envidia!
¿Por qué la
envidia?
¿Consecuencia
del pecado original?
Caín y Abel:
La envidia. ¿Solo hay el bueno y el malo?
¿Somos
culpables de todo comportamiento envidioso o hay que tener en cuenta otros
factores?
… … …
Por ahí
pretendo circular hoy y soy consciente de que lo hago con un cierto desorden y
probablemente no con suficiente rigor científico pues no soy especialista. Solo
tengo el vicio de pensar.
Lo que si
opino es que creo que a todos, alguna vez al menos, nos ha mordido la envidia.
Y si es algo tan generalizado, y a veces difícil de controlar, erradicar,
etc, no debemos infravalorarlo. Si,
además, todos sabemos que, a veces, eso que
llamamos envidia provoca crisis y cataclismos vitales terribles y deleznables,
no podemos o no debemos ignorarlo.
Bueno, pues,
entonces me meto directamente en mi reflexión sobre la envidia buscando
esclarecimiento responsable y comprometido.
Cada uno de
nosotros, cuando nacemos, no somos envidiosos en esencia. Al contrario física,
biológica, y antropológicamente hablando, nos sentimos con necesidad del otro,
lo buscamos y nuestro mundo, pequeño e infinito, se rebosa de felicidad con la
voz que nos acaricia, el seno donde nos alimentamos y refugiamos, los ojos
donde nos vemos y los latidos de corazón que nos hacen cantar.
Esto, en
principio tendría que ser motor que nos impulsara a ser universales, de acogida
abierta y de entrega libre y gratuita.
Pero… pronto aparece los peros. Por lo pronto si
habría que tener en cuenta las circunstancias del mundo exterior que rodeaba al
útero donde nos encontrábamos pues allí ya , según y cómo, pudiéramos recibir
marcas, improntas, que nos acompañarán.
Pero una vez
nacidos, a pesar de que he dicho que no nacemos egoístas, sin embargo las
primeras palabras que aprendemos (dejemos a mamá y papá los primeros puestos)
son posesivas: MIO lo mismo que a cerrar los brazos y las manos aferrando la
realidad para nosotros sin dejar espacios para los demás.
Pero eso son
una solas observaciones del principio.
Mirando el
mapa humano, creo que la pandemia del egoísmo es muy contagiosa. Empezamos
porque nosotros queremos a nuestros hijos para nosotros. Decimos, sin pudor,
que es bueno tener hijos “para la vejez”
y, para ello, “con las hijas hay más seguridad” por eso, al menos una
mujercita. Nos cuesta la misma vida vayan teniendo criterios propios y, en vez
de ayudarlos a que sean coherentes con los mismos, intentamos se acoplen con
los nuestros. Algunos no son capaces de asumir que sus hijos emprendan su
propio vuelo.
Y lo que aún
es peor: Intentamos manipularlos a nuestro favor comprándolos. No nos
escandalicemos. Esto desde chiquito: “Si me das un beso te doy chuches”, “te
concedo un capricho para que te calles y te portes bien”, “mereces un premio(y
lo tendrás) por haber aprobado. Resultaría absurdo pensar que sería respuesta y motivación suficiente la alegría de aprobar,
de haber hecho lo que debía y compartir con él nuestra alegría por sus
resultados. Qué cosa más normal decir al hijo que abrazamos que lo queremos más
que a nadie, … y esto en presencia de
otros hijos, … ¿Sería muy difícil el
“más que” por “mucho”?.
En fin,
sería interminable todo lo que se podría enumerar.
Pero, para
ir concretando, diré que entiendo que la envidia es una consecuencia de muchos
de los elementos con los que construimos lo que llamamos “educar” o el proceso
histórico de cada persona.
Mientras
eduquemos en la competencia, en la competitividad, tendremos envidia cuando no
ganemos.
Mientras lo
importante no sea la persona que hace y se compromete toda ella en su hacer
(aunque los logos sean demasiado
exitosos por razones ajenas) sino que lo que importe sean los resultados
“brillantes” , aunque , incluso, hayan sido conseguidos con trampas o favores,
humillarán y aplastarán a otros y estaremos abonando el terreno para la envidia y e rencor.
Mientras el
vestido con el que nos cubramos sea la comparación, estaremos llamando a gritos
al enfrentamiento y, si somos de los “exitosos” correremos fuertemente el
riesgo de ser unos peleles de los resultados, del que dirán, etc y poniéndonos en peligro de perder lo
esencial: “ser nosotros mismos para los demás”.
Esto último
es la Buena Noticia, la clave del Evangelio, lo que nos convierte en hijos de
Dios.
Pedir perdón
por la envidia y no modificar este chip competitivo y comparativo, no sirve
para nada.
Y educar por
esos carriles de la competencia es cierto que colaboraremos en producir mucho desgraciado y muchas amarguras.
No es
posible pasar por la vida sin producir sombra. Inevitablemente será
trascendente nuestra posición respecto del sol.
Un abrazo
José Luis
Molina
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