En aquella mañana, al amanecer, no se
había formado escarcha en la hierba. Rocío sí.
Había habido viento aquella noche.
Las nubes cantaban rebosando alegría. Al amanecer las gotas del rocío se
tornasolaban y llenaba el aire de colores al evaporarse. No había hecho frío
pues, de pronto, templó y hasta una vara de gladiolo blanco nació junto a donde
María estaba recostada. Su sombra se proyectó sobre su vientre y éste empezó a
agitarse
María clavó los ojos en los de José.
´-este le sostuvo la mirada. Sus ojos, cómplices de la intimidad de Dios, se
abrazaron en un amor intenso, profundo, radical. José, ignorante y tímido, no
sabía a dónde acudir, Se acercó, arrodillado por detrás, a María y la apoyó
sobre él. Y sintió como e aquellos momentos vitales donde un niño viene al
mundo, el milagro de Dios se hace carne concreta.
No crean que solo había un buey y una
burra. Había dos. Pero, además, al olor del gladiolo, se había acercado una
abeja y, por sus ojos compuestos, miraba toda la vida. Y ésta exultó de júbilo
y esperanza. ¿Qué había ocurrido en aquel lugar, en aquella noche, en la
intimidad del amor de aquella pareja y en la presencia de Dios en este amor?
Este misterio lo contaron muchas
veces. Lo contaron de muchas formas pero solo había una manera de acercarse a
él: Como aquellos tres desarrapados que jugaban por los alrededores y
descubrieron que en torno a aquel lugar
donde ayer no había un niño hoy hay una esperanza y fueron testigos de los
campos florecidos. Se acercaron y entendieron que el niño jugaría con ellos a
la pelota. Pero también intuyeron que los invitarían a ser caminantes con él.
José Luis Molina
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