En mi casa no hubo nunca chimenea.
Hablo de “mi casa”, aunque así tengo muchos referentes. Esta casa mía,
en la que ahora pienso, a la que ahora evoco, es aquella casa en la que fui
encontrando mi conciencia, donde se me dotó de criterios y valores fecundos que
fueron generando otros y diseñaron mi perfil, este perfil, siempre el mío pero
en permanente evolución hasta este momento en
que, sobre él, estoy pensando.
“Mi casa” tuvo unos abuelos, pero no
había chimenea para subirme a las rodillas de mi abuelo y que me contara
cuentos mientras el fuego ensayara tonalidades en mis piernas de pantalones
cortos y en las arrugas del rostro de mi abuelo.
Pero si hubo, en “mi casa”, una mesa
redonda, grande, donde cabíamos todos.
No hubo chimenea pero, en invierno,
bajo la mesa, había un brasero. Un brasero grande que mi abuelo se encargaba de
encender cada día de invierno.
Con el tiempo, aquel brasero de picón
se sustituyó por uno eléctrico. Mis padres, sobre todo mi madre, estaba muy
contenta porque decía que era más limpio, más rápido. Pero a mí no me gustaba.
El brasero eléctrico significaba pérdidas que se habían ido quedando al borde
del camino. Significaba que ya no estaba mi abuelo, que nos había dejado y ya
era imposible encender cada mañana el brasero con todo su ritual. Ya no veía como se iban encendiendo los
trozos de picón y cómo se avivaba en ellos el calor cuando se les soplaba con
un soplillo o un cartón al que, después de encender el brasero, también se le
daba de baja porque quedaba inservible para el siguiente.
Aquella cabeza blanca que, de vez en
cuando soplaba, cabeza serena y boca de pocas palabras, pero las justas y
certeras, había desaparecido aunque
permanecía no sé en que mirada mía, una mirada que no acertaba a localizar y
explicar pero que me hacía verla nítidamente.
Con el brasero eléctrico desapareció
el embrujo del brasero de picón. Con él, con el brasero de picón, yo siempre
estaba dispuesto a “escarbar” en él, a “echar una firmita”, aunque durante
bastante tiempo me proporcionaba se me corrigiera pues
no “removía” el brasero “apretando” por los lados sino esparciéndolo
desde el centro , lo que interrumpía o entorpecía la combustión, quedando la tarima sucia con las cenizas esperriadas.
Con aquel brasero desapareció, al menos
de mi casa la “alambrera”, donde se colocaban, para un más rápido secado, los
pañales del pequeño de turno. Era inolvidable (al menos para mi, yo aún lo
recuerdo) el olor a la ropa limpia y ella, la ropa limpia, despidiendo
fragancia de limpieza que se hacía entrañable.
No había chimenea en mi casa. Pero
había un brasero de picón en la camilla. A las mujeres les preocupaba que les
saliera cabrillas A nosotros no.
En mi casa de ahora, donde hay
chimenea, pero raramente la enciendo, en la mesa camilla donde escribo, hay un
brasero eléctrico. Pero de vez en cuando evoco aquel brasero de picón.
Creo que no es el brasero de picón lo
que emerge en mi recuerdo, sino todo aquello que con el brasero de picón quedó
atrás. Es curioso el poder sacramental de las cosas cuando trascienden lo
cuantificable de su ser.
Pudiera creerse que las líneas que
preceden y lo que con ellas evoco, me surge en estos días en los que nos está
arreciando el frío mucho más allá de lo acostumbrado. Pero no es así.
Esto lo escribí en los días tórridos
del pasado verano, en los que se añora llegue el fresquito. Es simplemente el
fenómeno de la confrontación en el espejo de la vida lo que hizo que apareciera
aquel brasero de picón signo de calor de familia, signo de calor preparado,
signo de vida hecha y saboreada, no simplemente consumida, vida que retengo
entre mis manos y aprieto contra mi
pecho, vida que sé se está escapando pero con la tarea hecha al calor del
brasero y en esa mesa donde cabíamos todos.
¿Quién diría que aquellas ramas que,
lentamente, ardieron sepultadas en el monte iban a dar aliento y calor a
momentos familiares y a la memoria de ellos?
José Luis
Molina.
7
de agosto 2020
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