Mi madre me contaba muchos cuentos.
Me contó muchos cuentos.
Unas veces eran cuentos populares.
Otras eran suyos.
También me leía cuentos. Así fue mi
primer aprendizaje a leer sin saber hacerlo. Hubo uno que me lo leyó tantas
veces, que llegué a aprendérmelo como si lo estuviera leyendo. Pasaba las
páginas en el momento preciso y, lentamente, deslizaba la cabeza rítmicamente.
No había aprendido a leer pero, efectivamente,
“estaba leyendo”.
Me contaba muchos cuentos. Me hablaba
del hombre que iba cada año a su pueblo el 31 de diciembre y tenía más ojos que
días tenía el año. Otras veces, cuando me los contaba, yo aprendía a oir como
se rompe la tierra cuando crece la hierba.
Con sus historias, con sus cuentos,
aprendí a conocer la vida, la vida de ella, como si yo la hubiera vivido. Y
aprendí a vivir y a saborear la vida de hoy estando ella en ella.
Mi madre me contó muchos cuentos.
Pero no me engañó, no me mintió.
Os pido perdón por haberme puesto hoy
un poco melancólico, mejor emotivamente evocador, para ofreceros mi reflexión del domingo.
Os digo todo esto porque los cuentos
de mi madre y mi madre contándome cuentos, me enseñaron a saber de Dios.
Él también emplea relatos mágicos,
maravillosos: peces grandes, enormes, increíbles, capaces de comerse a una
persona entera y de vomitarla después de varios días sin haber sufrido daño;
ciudades inmensas como no existían o transformar hombres para que pescaran a
otros hombres.
Pero estos relatos de Dios (ojalá los
recibiéramos al calor de una chimenea arrullados por el trepidar de su llama)
no son mentira, son auténticas verdades con las que Dios nos habla de su amor,
de su misericordia, de que en su creación no nos pensaba para vivir de
cualquier manera. Son verdaderas voces al oído y susurros en el corazón para
llamarnos a él, a seguirle, a heredar su vida, a ser sus hijos. Son narraciones
del Padre-Madre.
No hay cataclismo como pudiera
entenderse desde la segunda lectura o como reinterpretación de la pandemia, de
Filomena o de explosiones de gas.
En esos relatos de Dios hay la
concepción de un mundo de otra manera. Escuchamos la llamada a él y nos dice como el aceptarlo, el acudir, es
imposible enredado entre las redes.
José Luis Molina
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