martes, 21 de agosto de 2018

SOLILOQUIO BAJO EL OLIVO



A la caída de la tarde se ha levantado un breve viento
que es remanso para el calor del día.
Está dorado el Albarracín
y la luna empieza a asomarse  por encima.
Habla el olivo, hablan sus hojas, habla la tarde
y hablo yo aprovechando que estoy dispuesto a escucharme.




 ¿De qué quiero quejarme? ¿De qué quejarme queriendo, en verdad, hacerlo?. Pude evaporarme. La vida sí que pudo dejarme en el desierto de la memoria que se hace sombra tras la sombra que la besó y en sus ojos cerrados se fundió el cielo. Pude evaporarme pero el cerrado oscuro no destruyó el sendero de mi aroma ni desapareció el camino donde mis huellas rompieron la monotonía del polvo acumulado.
Apenas si me quejo cuando, a veces, busco escucharme yo mismo para que brote la propia compasión que nadie me discute porque con nadie cotejo. Pero mi lamento apenas pasa de esbozo. Si cuando intento, decidido, que mi queja me salve de no sé que naufragio mar adentro, y me escucho, me suena a canto de sirenas. Entonces la cabriola que parece engullirme se convierte en tritón donde cabalgo.
Dejaré para otro rato mi deseo de quejarme. Y si me siento con ganas de que mi queja quiera hacerse notar, lo apagaré queriendo quejarme en otro rato. No quiero que la queja se establezca en mis labios. Pero tampoco quiero confundir este deseo con el silencio del grito reprimido frente a los dedos magullados y el corazón que sangra.

José Luis Molina
20 agosto 2018

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