¿Quiénes son esos
ciento cuarenta y cuatro mil vestidos de blanco?
Esos son los que se han liberado de
sus cadenas y
han lavado sus ropas
en la sangre que brota de la fuente
del Cordero
Apocalipsis 7, 14-15
Sed felices. Estad alegres y
contentos
Mateo 5, 12
El peregrino llegó hasta un soto. Además del río, una fuente regalaba su
agua filtrada desde las sierras próximas.
Y encontró un sitio apropiado para sentarse.
Y así lo hizo después de refrescarse. El calor remitía algo, igual que el
cansancio. Pero no tenía ganas de seguir.
Temía volver a ponerse en camino. Venía cansado. Se podría decir
derrotado, desencantado.
No se sentía capaz de continuar.
La fuente tenía una pileta y en ella decidió lavar algo de su ropa. No
tenía jabón, solo agua fresca. Dejó que
el agua de la fuente empapara la ropa, la traspasara. Observaba como se iba
diluyendo la suciedad y aparecían, potentes y libres, los colores originales.
Se alegró ante este acontecimiento insignificante, sencillo. Y sintió necesidad
de que el río, con él, hiciera lo mismo.
Se zambulló en él. Sintió en carne propia lo que había observado a pie de
fuente. Su piel, limpia, cantaba por si misma. Esta piel, abierta y receptiva,
mientras se secaba en la orilla, sentía como llegaba hasta él la brisa de la
tarde y los recuerdos de antaño.
Fueron apareciendo y los fue evocando. Sobre todo aparecieron rostros.
Rostros y nombres. Y con los rostros y los nombres, experiencias: vividas,
compartidas, soportadas, lloradas…
Recordaba a Felipe, quien fue siempre capaz de compartirse él mismo y
nunca se le agotó el pan y el aceite. A María Teresa, capaz de llorar el llanto que la hizo
llorar. A Inés, feliz con lo que tenía y a José, igualmente feliz con lo que
era a cabalidad, con lo que desempeñaba, aspirando a hacerlo mejor, no a ser
más. Recordó bocas que gritaban de hambre, de opresión por las injusticias y
como terminaron sonriendo por aquél que puso la espalda para recibir la vara y
como la agarró rompiéndola. O de aquel
otro que abrió pozos, enseñó a regar y tuvieron trigo que se hizo pan crujiente
y tierno. Nombres con labios para besar y brazos para abrazar, para ofrecer
vida que mereciera la pena…
Siguió conmoviéndose cuando, en ese retrotraerse en el tiempo o traer el
pasado a aquella sombra, apareció aquella mujer que fue perdiendo hijos y era
capaz de llorar con el llanto de la que llegaba trayendo al suyo inerte entre
sus brazos. O aquel otro, entrañable, cargando incansable con fuerzas opuestas
por no doblegarse, ni mentir, ni fingir.
Y así seguían apareciendo evocaciones.
Se alegró de haberse alegrado con ellas cuando compartían, no ahora en el
recuerdo tras su marcha. Pero, aún
ahora, había quienes miraban las estrellas mientras llevaban niños de la mano para
alcanzar el horizonte o sonreían y apretaban las manos de quienes ya
borrosamente casi no veían y su pulso temblaba, caminando bajo vientos de
pandemia….
Pero de pronto se dio cuenta. No podía quedarse allí, no debía demorarse.
Junto con estos rostros y estas experiencias recordaba que ellos, al final ,
siempre caminaban reconciliados con la vida desde ellos mismos.
No podía detenerse más. La ropa ya se había secado. Y él, que había
tenido la tentación de quedarse, tenía que avanzar pues sabía que lo esperaban
en el recodo del camino.
Dejó el soto, se puso a marchar y, rítmicamente, sus silbidos le ayudaban
a caminar.
José Luis Molina
1 de noviembre del
2020