sábado, 31 de octubre de 2020

LOS QUE NO CABÍAN EN EL CALENDARIO

 


¿Quiénes son esos ciento cuarenta y cuatro mil vestidos de blanco? 

Esos son los que se han liberado de sus cadenas y

han lavado sus ropas

en la sangre que brota de la fuente del Cordero

Apocalipsis 7, 14-15

 

Sed felices. Estad alegres y contentos

Mateo 5, 12

 

 


 

El peregrino llegó hasta un soto. Además del río, una fuente regalaba su agua filtrada desde las sierras próximas.

Y encontró un sitio apropiado para sentarse.

Y así lo hizo después de refrescarse. El calor remitía algo, igual que el cansancio. Pero no tenía ganas de seguir.

Temía volver a ponerse en camino. Venía cansado. Se podría decir derrotado, desencantado.

No se sentía capaz de continuar.

 

La fuente tenía una pileta y en ella decidió lavar algo de su ropa. No tenía jabón, solo  agua fresca. Dejó que el agua de la fuente empapara la ropa, la traspasara. Observaba como se iba diluyendo la suciedad y aparecían, potentes y libres, los colores originales. Se alegró ante este acontecimiento insignificante, sencillo. Y sintió necesidad de que el río, con él, hiciera lo mismo.

Se zambulló en él. Sintió en carne propia lo que había observado a pie de fuente. Su piel, limpia, cantaba por si misma. Esta piel, abierta y receptiva, mientras se secaba en la orilla, sentía como llegaba hasta él la brisa de la tarde y los recuerdos de antaño.

Fueron apareciendo y los fue evocando. Sobre todo aparecieron rostros. Rostros y nombres. Y con los rostros y los nombres, experiencias: vividas, compartidas, soportadas, lloradas…

Recordaba a Felipe, quien fue siempre capaz de compartirse él mismo y nunca se le agotó el pan y el aceite. A María Teresa,   capaz de llorar el llanto que la hizo llorar. A Inés, feliz con lo que tenía y a José, igualmente feliz con lo que era a cabalidad, con lo que desempeñaba, aspirando a hacerlo mejor, no a ser más. Recordó bocas que gritaban de hambre, de opresión por las injusticias y como terminaron sonriendo por aquél que puso la espalda para recibir la vara y como la agarró rompiéndola.  O de aquel otro que abrió pozos, enseñó a regar y tuvieron trigo que se hizo pan crujiente y tierno. Nombres con labios para besar y brazos para abrazar, para ofrecer vida que mereciera la pena…

 

Siguió conmoviéndose cuando, en ese retrotraerse en el tiempo o traer el pasado a aquella sombra, apareció aquella mujer que fue perdiendo hijos y era capaz de llorar con el llanto de la que llegaba trayendo al suyo inerte entre sus brazos. O aquel otro, entrañable, cargando incansable con fuerzas opuestas por no doblegarse, ni mentir, ni fingir.

Y así seguían apareciendo evocaciones.

Se alegró de haberse alegrado con ellas cuando compartían, no ahora en el recuerdo tras su marcha. Pero,  aún ahora, había quienes miraban las estrellas mientras llevaban niños de la mano para alcanzar el horizonte o sonreían y apretaban las manos de quienes ya borrosamente casi no veían y su pulso temblaba, caminando bajo vientos de pandemia….

Pero de pronto se dio cuenta. No podía quedarse allí, no debía demorarse. Junto con estos rostros y estas experiencias recordaba que ellos, al final , siempre caminaban reconciliados con la vida desde ellos mismos.

No podía detenerse más. La ropa ya se había secado. Y él, que había tenido la tentación de quedarse, tenía que avanzar pues sabía que lo esperaban en el recodo del camino.

Dejó el soto, se puso a marchar y, rítmicamente, sus silbidos le ayudaban a caminar.

 

        José Luis Molina

                 1 de noviembre del 2020

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