jueves, 19 de septiembre de 2019

HA LLOVIDO




Ayer llovió. A eso de las cinco de la tarde, más o menos, como las corridas de toros, llovió. Llovió puntual, lo mismo que las corridas de toros. Y digo puntual no porque haya una hora determinada para llover, sino porque los prolegómenos lo anunciaban, y llovió. Por eso digo que llovió puntualmente. En este país son pocas las cosas puntuales: los toros, el tren AVE, … y pare de contar. Aunque, a decir verdad, algo se va mejorando. Pero eso no quiere decir que hayan desaparecido las largas esperas. Ahora hay largas esperas, por ejemplo, en  las oficinas de empleo: las filas, largas esperas  para presentar solicitudes. Pero hay varias clases de espera. Esta de la fila es una espera física y emocional. Después viene otra larga espera también física, también emocional , pero en sentido inverso: va haciendo desaparecer la emoción del pensamiento y el corazón que soñaba con un trabajo, con un empleo. Esta espera, a veces, y no van siendo tan raros los casos, es tan larga que empalma con la eternidad. En algunos casos, en la tumba habría que poner un epitafio:

Fue un ser de esperanza. Esperó en la vida, esperó poder trabajar y, de tanto esperar, se le pasó de largo la vida, poquito a poco, sin darse cuenta. Pero también fue un hombre de fe. Por eso sigue esperando se haga justicia, que esperan las islas”.

Porque este esperar tiene que tener un final. No podemos quedarnos indiferentes ante el cinismo con el que, a veces, oímos, desde la sociología , el anuncio de que no serán  extrañas las personas que no consigan un trabajo que se pueda llamar “estable” a lo largo de toda su vida.
El ser humano se dignificaba con el trabajo.
El ser humano se realizaba en el trabajo.
El ser humano, a través del trabajo, se encontraba con sus semejantes no solo como compañeros de la tarea sino como donante, en su hacer, en favor de la colectividad.
Hemos tardado en reinterpretar el pasaje del Paraíso para superar la dimensión del trabajo como castigo. Y, cuando lo hemos  logrado, volvemos a revelarnos contra Dios para arrancar la dimensión humanizadora del trabajo. Y, sin rubor,  instituimos el templo de la espera vacía.
Ayer  llovió. Llovió bonito. Ni mucho ni poco. Ni mezquino ni torrencial. No como escucho en otros lugares donde, después de la lluvia, las lágrimas entran en competencia con las aguas salvajes que arrasan, inundan y desolan.
Llovió bonito después de un largo verano de sequía.
La tierra comenzó a oler. ¿Te gusta el olor a tierra mojada, el olor a tierra húmeda que se levanta con las primeras gotas? A mí siempre me ha gustado. Huele a esperanza abierta, a esperanza expectante, que no es lo mismo que la espera vacía.
Después llovió. Oía tras los cristales la lluvia. Eran sonios conocidos, familiares, sonidos reales de mi historia. Después de un rato, cuando terminó de llover, salí fuera. Seguían oyéndose las gotas que, pausadas, caían de los árboles y repicaban en el césped. Las hojas estaban de un verde brillante. El cielo volvió a abrirse. El aire era tan limpio que lo único que se veía era la transparencia.
Así permanecí mucho tiempo. Estoy jubilado. Puedo amoldar el tiempo a mis circunstancias. Pero nunca convertir ese ver el aire después de la lluvia en una espera vacía. No, no estoy contemplativo esperando la muerte. No quiero estar así. No me pongo en esa fila. Tendrá que venir, no se puede huir de ella. Pero que me encuentre oyendo caer las gotas sobre la hierba tras la lluvia y cantando a la diafanidad de cada día. Si ha llovido no tendré que regar pero si retirar las hojas secas que el viento y la lluvia arrancaron. Hay tarea.

                                                           José Luis Molina
                                                                        6 de septiembre 2019

No hay comentarios: