Estoy sentado en mi casa.
Frente a mí, una sencilla acuarela
que un día brotó, rápida y fluida, de mi pincel inquieto de búsquedas ,
sediento de encuentros.
Es sencilla la pintura, como la vida
misma. Son un puñado de flores que crecen libres, diversas, espontáneas,
mezcladas.
Detrás del campo de flores, imponente, el Cotopaxi,
casi sin notarse, pero estando ahí.
No sé si es verdad que estos días
tienen algo mágico. Tal vez la somnolencia del covid me hace ver visiones. Tal
vez esta es la realidad. Lo es desde mi deseo.
De entre todas las flores, una creció
más. Crecieron sus pétalos. Unas veces se doblaban para ofrecer sombra a las
más pequeñas. Otras veces los alzaba al viento para remover una
brisa refrescante. En otra ocasión retenía en sus hojas unas gotas de agua del rocío que hacía se
vertiera sobre las más débiles.
Aquellas flores se colocaron en torno
a la que apareciera grande y de la que recibían vida. Unas se miraban, otras se
abrazaban , otras se ayudaban a crecer.
Volví a mirar de nuevo el cuadro.
Estaba igual que al principio. Pero, desde el cuadro, en lo profundo del
Cotopaxi, me parecía oír villancicos.
Abracémonos si hemos descubierto la
Navidad y sabemos de su experiencia.
José Luis Molina
24 de diciembre 2022
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