viernes, 6 de diciembre de 2019

CUENTO NAVIDEÑO PARA LEÉRSELO A LOS ADULTOS



Tal vez un niño. No sé. Pongamos un niño.
De igual manera, una niña. Pero, una niña ¿cómo?. El pelo, no sé de qué color, tampoco los ojos. Esta niña es pura sonrisa, sus ojos son absoluta inmensidad y el color de su pelo se va conformando con el viento, el sol, el reflejo de las hojas en el agua del río y del otoño en los chopos.
Y el niño, ¿qué tal?. No le pongamos tampoco color ni nombre. Sea, tan solo, cabriola que salta por la vida, brazos extendidos y mirada de frente
¿Dónde los ví?. No sé. Sé que era de noche. Una noche clara, serena. La luna permitía leer, a su luz, las líneas de mi mano. En esa noche yo contemplaba mi pesebre. Era como el belén de mi vida.



Me encontraba colocando sus piezas. Quedó bonito el río y el molino movido por sus aguas a las que se asomaba el culantrillo.



 La mujer que hacía churros y papas fritas rodeada de compradores que se calentaban al calor del fuego.


 Dos viejos liando un pitillo al sol de enero en la plaza. La maestra que despedía a los chiquillos dándoles vacaciones (Por cierto, entre ellos, no estaban ni nuestro niño ni nuestra niña).
En aquella misma  plaza se levantaba un árbol enorme. Siempre me pareció un monumento al absurdo con aquellas bolas multicolores provocando un atractivo sin sentido. Pero allí estaba.



Los montes nevados enviaban desde la lejanía su aire gélido. Una mujer joven sostenía a un anciano. Mientras los colocaba, miré con atención los rostros de las figuras. El abuelo tenía los ojos desvaídos como mirando una estrella que se le había escapado y no encontraba y sin reconocer los árboles que tenía enfrente. Por el contrario, la mujer lo miraba con una sobrecogedora ternura que, quien la modeló, supo imprimir en la manera de sostenerlo.
Se me olvidaba la oveja. Se llamaba Nati. De ella iban saliendo hebras de lana que una robusta mujer tejía elaborando una zamarra. ¡No estaba el niño Jesús. María y José tampoco. Éstos habían salido a buscarlo infructuosamente, y angustiados estaban en esta tarea por fuera de la caja, en la mesa donde debía colocarlos.



















De pronto me fije en dos figuras que estaban tendidas en el tablero y envueltas en virutas. Mientras las iba desenvolviendo, al girarlas con mis manos, el rostro de la niña me aparecía con la piel quemada por el aire del altiplano. El del niño lo encontré con su pelo húmedo con sabor a sal mediterránea salpicada desde alguna quilla. En otra vuelta aparecían, ambos, con desgarros de metralla en sus piernas, y en otros gestos de desenvolver se veía,en la mirada inmensa, máculas de agresiones y despropósitos: en ellos se reflejaba la arena de muchos desiertos.
















Como sin darme cuenta, se me escaparon  de las manos y fueron a caer al espacio central que quedaba vacío. Sentados en el suelo, acurrucados el uno con la otra, miraban a quien los miraba.
María y José regresaron sin el Niño, pero se acercaron a  la pareja y los cubrieron con una manta cálida y suave.
No necesité poner luz al pesebre. La noche lo iluminaba de forma única.
No supe cantar villancicos: estaba muy embebido tratando de interpretar la experiencia. Una cosa si comprendí: al Niño no hay que buscarlo. Se tropieza con él siempre que no nos pongamos de perfil.
                                                        José Luis Molina
                                                                          6 de diciembre del 2019


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