Tal vez un niño. No sé. Pongamos un
niño.
De igual manera, una niña. Pero, una
niña ¿cómo?. El pelo, no sé de qué color, tampoco los ojos. Esta niña es pura
sonrisa, sus ojos son absoluta inmensidad y el color de su pelo se va
conformando con el viento, el sol, el reflejo de las hojas en el agua del río y
del otoño en los chopos.
Y el niño, ¿qué tal?. No le pongamos
tampoco color ni nombre. Sea, tan solo, cabriola que salta por la vida, brazos
extendidos y mirada de frente
¿Dónde los ví?. No sé. Sé que era de
noche. Una noche clara, serena. La luna permitía leer, a su luz, las líneas de
mi mano. En esa noche yo contemplaba mi pesebre. Era como el belén de mi vida.
Me encontraba colocando sus piezas.
Quedó bonito el río y el molino movido por sus aguas a las que se asomaba el
culantrillo.
La mujer que hacía churros y papas fritas rodeada de compradores
que se calentaban al calor del fuego.
Dos viejos liando un pitillo al sol de
enero en la plaza. La maestra que despedía a los chiquillos dándoles vacaciones
(Por cierto, entre ellos, no estaban ni nuestro niño ni nuestra niña).
En aquella misma plaza se levantaba un árbol enorme. Siempre
me pareció un monumento al absurdo con aquellas bolas multicolores provocando un
atractivo sin sentido. Pero allí estaba.
Los montes nevados enviaban desde la
lejanía su aire gélido. Una mujer joven sostenía a un anciano. Mientras los
colocaba, miré con atención los rostros de las figuras. El abuelo tenía los
ojos desvaídos como mirando una estrella que se le había escapado y no
encontraba y sin reconocer los árboles que tenía enfrente. Por el contrario, la
mujer lo miraba con una sobrecogedora ternura que, quien la modeló, supo
imprimir en la manera de sostenerlo.
Se me olvidaba la oveja. Se llamaba
Nati. De ella iban saliendo hebras de lana que una robusta mujer tejía
elaborando una zamarra. ¡No estaba el niño Jesús. María y José tampoco. Éstos
habían salido a buscarlo infructuosamente, y angustiados estaban en esta tarea
por fuera de la caja, en la mesa donde debía colocarlos.
De pronto me fije en dos figuras que
estaban tendidas en el tablero y envueltas en virutas. Mientras las iba
desenvolviendo, al girarlas con mis manos, el rostro de la niña me aparecía con
la piel quemada por el aire del altiplano. El del niño lo encontré con su pelo
húmedo con sabor a sal mediterránea salpicada desde alguna quilla. En otra
vuelta aparecían, ambos, con desgarros de metralla en sus piernas, y en otros
gestos de desenvolver se veía,en la mirada inmensa, máculas de agresiones y
despropósitos: en ellos se reflejaba la arena de muchos desiertos.
Como sin darme cuenta, se me
escaparon de las manos y fueron a caer
al espacio central que quedaba vacío. Sentados en el suelo, acurrucados el uno
con la otra, miraban a quien los miraba.
María y José regresaron sin el Niño,
pero se acercaron a la pareja y los
cubrieron con una manta cálida y suave.
No necesité poner luz al pesebre. La
noche lo iluminaba de forma única.
No supe cantar villancicos: estaba
muy embebido tratando de interpretar la experiencia. Una cosa si comprendí: al
Niño no hay que buscarlo. Se tropieza con él siempre que no nos pongamos de
perfil.
José Luis Molina
6 de diciembre del 2019
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