miércoles, 18 de diciembre de 2019

MEMORIAS DE UN VIEJO CON MEMORIA



LOS BELENES EN MI HISTORIA
Desde pequeño me gustaron los belenes.
Vivíamos en una casa grande, de pueblo, con muchas habitaciones y, aunque éramos muchos en la familia (no era raro llegar a reunirnos once para comer), había habitaciones bastantes.
Por eso, cuando se iban acercando los días navideños, siempre me dejaban una habitación para mi, para poder instalar el pesebre.
No tenía muchos años. Tenía que valerme de sillas, escalerillas y otros artilugios para poder instalarlo en el estaribel que me procuraba.



Pero nunca fue una afición pasiva la mía por los belenes. Todo lo contrario. Fue una plataforma que me impulsaba a buscar por distintos aspectos y circunstancias de la vida, de mi vida. Tan es así que creo no se puede comprender mi historia sin los belenes y que a muchos aspectos (o por lo menos a bastantes) de mi historia se les descubre raíces por tierras de pesebres.
Mi inicio en este universo era en época en la que andábamos vestidos de herencia de nuestros mayores: ropas arregladas de abuelos, padres o hermanos que iban por delante. No pasé hambre pero pollo (filetes no digamos) o postre de helado en muy pocas y contadas ocasiones al año.
Los Reyes Magos eran expertos en volver a poner a punto al año siguiente juguetes que, en la actualidad ya llevarían mucho tiempo en el tacho de los desechos. Pues bien, en aquella época yo guardaba los 50 céntimos de peseta que me daban el domingo para obtener ahorros  con los que cada año adquiría nuevas “figuritas”. Sin embargo, por el contrario, nunca me gustaron los soldaditos de plomo.
Pero, sobre todo, la afición belenística alimentaba mi imaginación, la creatividad y desarrollaba mis destrezas y habilidades. Estaba al acecho de las enfermedades que se producían en mi entorno para averiguar a quienes les habían recetado unas maravillosas inyecciones cuyas ampollas venían en unas cajas de corcho que, trabajadas adecuadamente, se transformaban en brocal de pozo, con su artilugio para la carrucha del cubo del agua, y la tapa para abrevadero de los animales, o para desproporcionadas casitas, molinos, puentes, etc. Muchos animales, así como las palmeras, nacían de tapones de corcho. Pintándolos y decorándolos adecuadamente, podían convertirse en un pollo, un pavo, un perro, una oveja, o un cochino con unas deliciosas patas de alambre. Era formidable aquella besuguera metálica, ovalada, que mi madre me permitía utilizar y que, con “agua de verdad” y unas gotas de tinta azul, hacían aparecer en el belén el lago de Genesaret con sus barquitos de cáscaras de nueces surcándolo. Tenía que aprender a hacer conexiones eléctricas: cables, enchufes, casquillos, bombillas de colores, e ir aprendiendo lo que era un cortacircuito  y cómo se tostaban y ardían las cartulinas cuando estaban muy cerca de un foco más potente (porque estos los iba tomando de los distintos puntos de menos necesidad de los existentes en la casa).  La instalación del pesebre me hacía, cada año, observar a algún lugar del campo de mi pueblo para luego intentar trasladarlo al belén. De mi interés por saber de la vida de la sociedad de Jesús, creo nació mi gusto por las películas de “romanos”  y mi afición a la historia



Y así, cada año, iba aumentando con puentes, molino, el castillo de Herodes o de los Magos, etc.
Nunca me gustaron los papeles pintados de paisajes orientales que se colocaban sobre la pared como decorado para delimitar el espacio. Prefería ser yo quien, sobre papeles de envolver pintaba cielos y montañas


Tal afición por mi parte me hizo merecer alcanzar me fueran regaladas las figuras del “Misterio” y de los “Reyes”. Estas eran de buena calidad. Y creo que fue una de mis primeras experiencias donde percibí la injusticia social y estructural de nuestro mundo. El esplendor y magnificencia de estas figuras establecía una confrontación ofensiva con las otras figuras.




Pero hoy me siento contento. Nunca aborrecí aquella mujer con piernas de alambre que llevaba una gallina, también con patas de alambre, por donde la cogía, al portal ( así María, como recién parida, podría comer sopita) o el viejo que, entre su joroba y el hato de leña que portaba, era todo un bulto. Las figuras selectas eran minoría “extra” de la humanidad: eran tan perfectas que daba miedo tocarlas para no romperlas. Por el contrario los pastores y lavanderas eran tan cercanos, los sentía tan salidos de manos humanas que, cuidando de no romperlos, los movía y los resituaba en el belén sintiendo calidez en su contacto.
Pero no fue este un hobby de infancia. Luego, en mi vida adulta, como cura y como maestro, siguió estando presente el belén en mi historia. Mi aprendizaje en la infancia me fue muy valioso.
Ahora, como docente, lo utilizaba como centro de interés para investigar con los niños costumbres, etnias, geografía, culturas, etc.







Por último, en el plano pastoral y personal, desde mi condición de creyente en Jesús de Nazaret, me ha dado enorme oportunidades de profundización, de reflexión, de replanteamiento de posturas, de posicionamiento, etc.
Y es que, en este último aspecto, he desarrollado un belenismo con una gran dimensión simbólica, no importándome tanto la fidelidad a “la letra de los relatos evangélicos” o a la tradición y cultura occidental y cristiana.
Y así ha surgido mi belén de este año 2019. Es una síntesis, o pretende serlo, de mi historia (mi persona), mi fe y los actores que la han ido conformando.
Empecemos porque en este belén, en principio, no hay niño Jesús, o al menos no se ve.


Lo primero que se ve es una pieza de cerámica donde aparece el Principito, en su planeta, sus volcanes, su rosa. Está, eso parece , pensativo.



Junto a él, una mujer indígena, peruana, de Cuzco, cargada y encorvada por los bultos que lleva. No sé si llamarla María, pero podría ser (, sea cual sea, su nombre empieza por M): la María sencilla de la vida sencilla, del pueblo, la que cargó con su tarea para transportar e impulsar la vida, mirando a ese niño y “más allá “ de ese niño.


Al otro lado un anciano músico, con bigotes, que hace que mi belén sea sonoro, se perciban acordes divinos de humanidad y naturaleza. Y junto a él un gnomo sentado sobre una roca de cristales de cuarzo ofreciendo una flor. Es  la utopía, la poesía, la divina fantasía con la que se alegra y se dinamiza el espacio y el tiempo



Aquí no hay estrella. El Principito lleva en su mano una cometa. En esa cometa dice: “Dios se humaniza, se mete en el mundo” a través  de (aparece en las banderolas de la cuerda de la cometa): la honestidad, la defensa de lo débil, lo pequeño, lo indefenso, de la solidaridad, de la transparencia, del “encuentro”, la coherencia, la justicia, la mirada frontal, a los ojos. El Principito lleva la cometa en la mano y llega hasta un cuadro que hay por encima, con un sol sobre el mar.





Si hace aire que levante la cometa y tense las banderolas, el Principito levantará la tapa y en el corazón del mundo, en la vida misma, encontraremos encarnado y vivo a Jesús, presencia y realidad de Dios.




Ah, un pequeño detalle. A los pies del planeta, una vela y una margarita.



Las figuras son de cerámica cocidas a una temperatura muy elevada, lo que les da una gran dureza. Se elaboraron en Benamahoma. Las telas son de hermosas flores y en ellas y  en los papeles que hacen de paja a la cuna del niño está encerrada mi historia, la historia que he hecho con mis distintas comunidades.
Creo que, mientras pueda, seguiré cada año montando mis belenes y, si queréis, compartiéndolos
                                       José Luis Molina
                                                       Navidad 2019


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