Para la
reflexión de este domingo, donde se sigue presentando milagros de Jesús, para
poder entender esto, esperando os ayude a su comprensión, voy a utilizar
UNA HISTORIA PEQUEÑA
Hubo una vez una familia de las
muchas que hay en cualquier momento y en cualquier tiempo.
El matrimonio vivía con cinco de los
seis hijos habidos, pues al que faltaba lo perdieron muy pronto, y con dos
abuelos ancianos.
Ambos trabajaban de sol a sol, y a la
luna tenían que pedirle algunas que otras horas.
Pero vivían felices.
A pesar de su incansable trabajar siempre encontraban las maneras para
salir los domingos al campo con los hijos o pasear por el parque del pueblo mientras
ellos jugaban. Durante el invierno no eran raras las tardes en las que todos
disfrutaban con los juegos de mesa.
No se quedaban sin comer, pero no les
sobraba. Con los recursos que conseguían, unas veces a unos, otras a otros,
intentaban ir pagando lo que debían porque se lo habían dado adelantado.
Pues esta familia tenía una vaca que
les aseguraba leche y algún que otro queso.
En esta ocasión que les cuento, la
vaca estaba preñada. Con la cría se habían adelantado a prever y ya la tenían
vendida antes de nacer. Esto suponía un
alivio para afrontar ciertas circunstancias
que venían llegando.
La vaca estaba inquieta, le llegaba
el parto y mandaron a los niños a la cama más temprano que de costumbre.
Pero el asunto se complicó. La
ternerita se atravesó, intentaron ayudarla a nacer, pero todo fue inútil. Nació muerta.
Grande era el desconsuelo de la mujer
que una y otra vez se lamentaba pues sus proyectos, la solución de algunos de
sus problemas, se habían esfumado.
El marido, sin mucho éxito, intentaba
calmarla. Entonces la tomó por los hombros y la llevó a la casa dirigiéndose a la habitación donde dormían tres de los hijos..
Uno de ellos, el que me contó esta
historia, no estaba dormido, pero cerró los ojos para parecerlo
Y sintió que los dos se detenían en
la puerta. Después de unos instantes el hombre,
apretando tiernamente a la mujer, le dijo: Mira nuestros hijos. Duermen.
Están sanos. Y nunca se han quedado sin comer. Doy gracias por ello y termino diciendo: Así sea. Esto es
más importante que lo que hemos perdido esta noche.
Y se marcharon.
Y este hijo que los había oído, me
dijo que cerró nuevamente los ojos, ahora para dormirse y que, mientras le iba
llegando el sueño, pensó que con toda seguridad nunca se hundiría en el agua
porque su padre sabía cómo andar sobre ellas.
Porque andar sobre las aguas y no
hundirse, repito una vez más, es un milagro pero no es magia. Es un milagro
porque se produce cuando la vida parece ahogarte pero sigues convencido que tu
opción por la vida que descubres de Jesús, sigue siendo valiosa.
José Luis Molina
7 de agosto 2020
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